Soy incapaz de recordar exactamente cuantas veces se me pasó por la cabeza que alguien pudiera ser ese alguien especial, quien completara mi vida con toda esa mierda que bombardea nuestra mente desde la publicidad, las películas, los libros. Ese a quien ofrecerle una parcela de amor, dejar que me conociera más allá de las murallas que acostumbro a construir a mi alrededor. Supongo que nos lanzan demasiados mensajes sobre el amor verdadero desde la más tierna infancia, y ese amor siempre está tintado de un color irreal que nos pasamos mucha parte de nuestra vida intentando imitar.
Muchas veces intentaron venderme humo. Sí, lo intentaron, porque algo que me pesa a la hora de conocer gente (pretendientes concretamente) es el escepticismo. Quiero creer pero no lo logro. Cuando pienso que estoy cerca de lograr pasar esa barrera en la que a veces se convierte el sexo, mi mente se monta películas, se crea expectativas e irremediablemente acaba explotando. No porque lo detone yo (no siempre al menos), si no porque pongo en duda todo ese humo y rara vez -nunca- me equivoco. Y eso es porque estoy demasiado acostumbrada a hombres que creen que venderme humo es la manera de llevarme a la cama, que tienen que crear sentimientos y luego jugar con ellos para acabar entre mis piernas, cuando la cosa a veces es tan sencilla como tener feeling. ¿Qué necesidad, cuando ya aviso de antemano que no me es necesario, venderme esa idea de romance sólo para follarme?