Érase que se era, un orgasmo al que le gustaba hacerse notar, alargarse en el tiempo, poseer cada poro, incluso a veces remolonear, pero siempre aparecía desde aquella primera vez.
Se pasó años manifestándose cuando le convocaban, hasta que algo cambió. De pronto un día era otra voz la que le llamaba, ya fuera con manos, lenguas o pollas.
Estaba acostumbrado a responder a unas manos, y a las vibraciones que susurraban su nombre, pero la novedad le puso nervioso, y se bloqueó.
Fue tal el bloqueo que le costó años dejarse ver en compañía de terceros. Lo intentaba, lo intentaba también con las manos de siempre y las de terceros, pero nunca salía cuando alguien más observaba. Era un orgasmo con miedo escénico.
En ocasiones tentaba dejarse llevar, salir y poseer el cuerpo que lo ansiaba; hasta que recordaba que ese cuerpo estaba junto a otro al que no conocía, entonces frenaba en seco y no atendía a razones.
Tuvo que trabajar mucho para aprender a salir con las manos o las vibraciones de siempre cuando alguien más miraba. Pero lo acabó logrando. Hizo que el placer y la tensión sexual se liberara por completo, alegrando ese cuerpo que lo deseaba, y también al que le acompañaba.
Y aunque había supuesto un gran paso, y estaba comenzando a luchar intensamente contra el miedo escénico, todavía le faltaba algo por lograr. Debía conseguir salir a la llamada de otras manos, otras lenguas, otras pollas. Algo que no resultó nada fácil. Jura que lo intentaba, pero que las manos eran torpes, las lenguas impacientes y las pollas, bueno, las pollas no sabían.
Hacía auténticos esfuerzos por dejarse llevar, sospechaba, tanto como temía, que no sería capaz de hacerlo nunca, que se perdería la experiencia de atender la llamada de un tercero, y resultó ser así; al menos por mucho tiempo.
No fue hasta que una lengua especial tuvo la paciencia necesaria para convencerlo que se atrevió a salir. Sin intervención de las manos de siempre, sin las vibraciones que tan bien conocía.
Una lengua paciente, unas manos hábiles, unas sensaciones que hacían inevitable que el orgasmo rompiera con ese miedo, esa última barrera, llenando el ambiente de placer y satisfacción a un nivel desconocido hasta el momento.
Pero, a pesar de que con esa lengua, esas manos, y por supuesto esas sensaciones, apareciera con algo de paciencia; se retraía de nuevo cuando no se tenía ese tiempo, la lengua cambiaba o las manos se movían torpes.
El orgasmo con miedo escénico no había desaparecido. Tan solo elegía muy bien con quién, y en qué momento, hacía que el miedo desapareciera. Elegía momentos y personas muy concretas, aquellas con quienes la conexión iba más allá de lo físico, esas que se tomaban el tiempo de convencerlo, las que sabían qué hacer para que se sintiera lo suficientemente a gusto como para salir sin que las manos de siempre o las vibraciones amigas tiraran de él.
Descubrió entonces que no era miedo escénico, si no que si tiene un público que no lo va a apreciar como a él le gusta, prefiere no salir a escena a menos que le obliguen.