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22 de marzo de 2019

Erotismo a demanda

Photo by Luis Quintero on Unsplash

Hace ya mucho de aquellos años en los que el grueso del erotismo se encontraba únicamente en sectores profesionales, fuera en formato vídeo, revista o catálogos de lencería sustraídos de buzón ajeno. También de aquellas conexiones que tardaban en cargar una foto lo que ahora tardas en ver tres vídeos porno en una gran plataforma.

El avance tecnológico evidente hace que, a día de hoy, trabajar como webcamer tenga gran demanda. Proporcionar un recurso erótico, personalizado muchas veces, a cualquiera, por remoto que sea el rincón donde resida la persona que está delante o detrás de la cámara, siempre y cuando la conexión sea estable –requisito imprescindible–, y se pague la tarifa acordada por los servicios.

Me resultan interesantes estas visiones del placer, cada vez más popularizadas, y que parecen rellenar ese hueco entre la fantasía de una película que transcurre ajena a la persona que la visiona, y la cita real con una escort. Interactuar con la profilaxis –en todos los sentidos– que aporta internet, pero recibiendo un servicio que, según el caso, puede ser privado y personalizado casi tanto como una sesión de sexo de tú a tú.

Por no decir que, aunque gran cantidad de webcamers tengan una estética muy cuidada, incluso extremadamente sexualizada, existe también una importante demanda de personas comunes, quien podría ser tu vecina, tu cartero, la que se sienta en la silla de al lado en el restaurante, o el que va de pie en el transporte público. Añadiendo al morbo del voyerismo el concepto amateur, quizá en busca de esa naturalidad que, en el fondo, tanto nos excita.

Reflexionando sobre eso último me surgen diversas cuestiones. Acostumbrados a ver escenas pornográficas con cuerpos híper definidos, grandes penes, enormes pechos, maquillajes marcados, peinados cardados… ¿No es curioso que tenga tantos adeptos el porno amateur y, por tanto, webcamers con esa estética natural? ¿Puede ser que, de tanto ver follando a personas con las que habitualmente no nos cruzamos, ahora busquemos ese juego de lo prohibido, el imaginarse a las personas que nos encontramos en el metro, en la calle, y poder observar su sexualidad desde un agujerito o, mejor dicho, desde una pantalla en la comodidad de nuestro hogar? ¿Y si, además de observar, puedes interactuar de alguna manera, solicitar posturas, actividades, complementos…?

Probablemente lo más cercano al porno personalizado sean los servicios de webcamers. Y, por otra parte, una forma de exhibirse a otros desde un cierto o completo anonimato, cumpliendo también la fantasía de sentirse observada, interactuar con el morbo, con el imaginario propio y ajeno, y poder hacerlo sin horarios, sin restricciones, sin desplazamientos innecesarios, sin exponerse en exceso (más allá de lo físico a otros ojos). 

El trabajo sexual, en todas sus expresiones libres*, lo entiendo como un servicio. En su sentido más estricto, el conjunto de actividades que buscan satisfacer las necesidades de un cliente, implicando un intercambio económico. Como cuando vas al fisioterapeuta, a la peluquería o al dentista. Al fin y al cabo, servicios que requieren el uso del cuerpo, pero no la venta de éste; y quien lo desarrolla personas que, como tú, no viven del aire, solo que para su trabajo la ropa es opcional.

Como todo lo relacionado con la sexualidad, de una u otra manera, siempre habrá personas que tengan opiniones contrarias, que piensen que está mal dedicarse a ello, que están vendiendo su cuerpo, que no se respetan… Y no es otra cosa que una visión puritana de la sexualidad, del erotismo, una creencia de que el sexo debe ser algo de dos en un limitado arco de actuación cuando, en realidad, la sexualidad es tan amplia y abierta como la dejemos ser; o como nos dejemos ser con ella.


* Expresiones libres: personas que se dedican al trabajo sexual, en cualquiera de sus formas, de manera voluntaria. Nada que ver con la trata y/o esclavitud sexual.

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